Es con verdadera emoción que me pongo a escribir éstas líneas sobre mi tío Pablo Mañé. Y al hacerlo, tengo delante de mí un dibujo suyo que conservo en mi cuarto de trabajo junto a otros recuerdos y objetos muy queridos. El dibujo al que me refiero, es de una niña con un gran sombrero y está trazado con esa fácil y a la vez deliberada maestría que ha hecho de él un gran pintor.
Sin embargo, no es de su obra de lo que quiero hablarles aquí. Su obra está y -afortunadamente- estará siempre con nosotros para que la podamos disfrutar. Lo que me propongo es hablarles de él, de lo que significó en mi infancia y en nuestra familia. Mejor dicho: lo que aún significa, porque cuando alguien se va, sabido es que no llega a morir de todo hasta que mueren todas y cada una de las personas que lo mantienen vivo en sus recuerdos.
Pienso en mi tío Pablo, y la imagen que se me viene a la cabeza es la de su estudio allá en Montevideo en los años sesenta. Por supuesto nosotros los niños teníamos entonces prohibido entrar en tan secreto reducto, pero mi hermana Mercedes y yo éramos porfiadas y la prohibición solo sirvió para incrementar nuestra curiosidad. Qué estarían haciendo los mayores mientras nosotras nos colamos en su cuarto no lo recuerdo. Posiblemente la incursión haya tenido lugar durante la siempre cómplice hora de la siesta que tantos descubrimientos permite, porque lo cierto es que no había nadie a la vista para impedírnoslo. Entramos mi hermana y yo con el sacrosanto temor que produce este tipo de violaciones, y lo primero que recuerdo es su peculiar olor.
Aquel santuario olía a un entrevero de virutas de lápiz, libros antiguos y tabaco de pipa. Supongo que es también patrimonio de la infancia esa capacidad de representar a una persona a través de un objeto que le pertenece, porque cuando pienso en mi Tío Pablo, lo relaciono siempre con aquella tarde y, en particular, con uno de los objetos que allí había, precisamente con una pipa.
Y es curioso que así sea porque en la habitación de mi tío había cosas bastante más interesantes. Para empezar había una guitarra de concierto y luego un extraño atril, también había varios sombreros, y fotos diversas, además de un pick up y, por supuesto, multitud de libros. Por eso, prefiero no averiguar la razón freudiana por la que yo, entre todo aquel derroche de objetos, relaciono a Pablo (nosotras siempre lollamamos Pablo sin “tío” delante) con una pipa. Mi tío tenía, además, no una, sino toda una colección a cual más original. Las había de madera, de espuma de mar, pipas largas y cortas, viejas, nuevas, pero mi favorita estaba hecha de una media mazorca (choclo, para nosotros) que, por supuesto, no pude evitar chupar aquella tarde con la intención de averiguar si sabía a maíz (y la respuesta es no, claro).
Desde aquella excursión secreta, mi tío pasó a ser permanente motivo de observación para una niña tan retraída como era yo en aquel entonces. Gracias a ello, descubrí muy pronto, que Pablo estaba considerado el hombre más guapo de su generación. Y para medir su atractivo, bastaba con decir: “Soy sobrina de Pablo Mañé” a mujeres de edades y situaciones muy diversas: amigas de mi madre, profesoras de mi colegio y hasta una monja que yo recuerde. A continuación, todas ellas (incluida, sí, la monja) ponían ojos soñadores y me miraban ya con mucho más afecto.
Porque mi tío -y así lo saben todos los que lo conocieron en su juventud- no sólo era un hombre muy atractivo físicamente, sino que lograba reunir un conjunto de dones de lo más diversos. Era escritor, músico, traductor, crítico y por fin la vocación que había de prevalecer entre todas, pintor. Han pasado más de cuarenta años y ahora, desde la perspectiva que da el tiempo, me impresiona constatar cómo, en un mundo cada vez más falto de inquietudes intelectuales, parece casi imposible que una vez existiera este tipo de personaje del que Pablo era paradigma.
Por eso yo que -quién me lo iba decir entonces- acabé siguiendo el camino de uno de sus muchas vocaciones, quiero dejar aquí constancia, de que la pérdida de un ser tan excepcional como él, no solo deja un vacío entre los que lo conocimos y amamos, sino también entre todos aquellos que sin conocerlo nunca llegarán a saber que hubo un tiempo en que, en un país muy pequeño llamado Uruguay, floreció una generación de hombres y mujeres que podían ser mundanos, guapos y, al mismo brillar en actividades tan diversas como la escritura, la música y también la pintura.
Seres ya de otro tiempo y lugar como mi tío Pablo que allá en Montevideo hacía soñar a las mujeres con el amor perfecto y que fue a encontrarlo él, al cabo de los años, en Barcelona junto a Tere. Porque Pablo sin Tere tampoco sería Pablo, pero eso merecería otra y muy larga reflexión por mi parte que, algún día, también me gustaría compartir con todos ustedes.
Carmen Posadas